Lo que ocurrió en Guatemala entre 1978 y 1983 no tiene otro nombre. Genocidio es la calificación que da la ONU a la represión perpetrada por el ejército de Guatemala sobre las comunidades mayas durante ese período. Esa es la idea inequívoca que ofrecen, en su crudeza, las cifras: el balance de las violencias asciende, a unas 200.000 víctimas, entre muertos y desaparecidos.
El 93% de ellas, fueron causadas por las fuerzas de seguridad y, en su gran mayoría, pertenecían a la población maya. En menor medida, la represión militar golpeó a opositores de los violentos regímenes derechistas que se alternaron en el poder en las tres décadas y media de conflicto.
Pero si las definiciones jurídicas y las cifras son significativas, las confesiones de algunos militares trazan directamente, con escalofriante nitidez, el diseño de una barbarie aberrante cumplida en medio del más absoluto desinterés del resto del mundo. Una masacre de la que nadie pudo, o quiso, oír los gritos. Y por la que nadie, hasta la fecha, ha cumplido un solo día de cárcel. Un genocidio impune.
«Los de la inteligencia eran los encargados de sacarle la verdad a la gente. Les ponían una capucha con gamexán (agresivo químico), les sacaban los ojos con cuchara, les cortaban la lengua, les colgaban de los testículos...». «Yo les arranqué las uñas de los pies y después los ahorqué... les picaba el pecho a los hombres con bayoneta, la gente [...] me suplicaba que no le hiciera daño... pero llegaban el teniente y el comisionado... y me obligaban cuando veían que yo me compadecía de la gente...»
El 93% de ellas, fueron causadas por las fuerzas de seguridad y, en su gran mayoría, pertenecían a la población maya. En menor medida, la represión militar golpeó a opositores de los violentos regímenes derechistas que se alternaron en el poder en las tres décadas y media de conflicto.
Pero si las definiciones jurídicas y las cifras son significativas, las confesiones de algunos militares trazan directamente, con escalofriante nitidez, el diseño de una barbarie aberrante cumplida en medio del más absoluto desinterés del resto del mundo. Una masacre de la que nadie pudo, o quiso, oír los gritos. Y por la que nadie, hasta la fecha, ha cumplido un solo día de cárcel. Un genocidio impune.
«Los de la inteligencia eran los encargados de sacarle la verdad a la gente. Les ponían una capucha con gamexán (agresivo químico), les sacaban los ojos con cuchara, les cortaban la lengua, les colgaban de los testículos...». «Yo les arranqué las uñas de los pies y después los ahorqué... les picaba el pecho a los hombres con bayoneta, la gente [...] me suplicaba que no le hiciera daño... pero llegaban el teniente y el comisionado... y me obligaban cuando veían que yo me compadecía de la gente...»
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